Cuando Helen conoció a Swift y Ava Havilland en una galería de arte, su vida se hallaba en su punto más bajo. Detenida por conducir bajo los efectos del alcohol, había perdido la custodia de su hijo de ocho años y solo lo veía cada dos sábados. Atrapada en un trabajo frustrante, Helen asistía todas las noches a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y ocasionalmente salía con algún hombre.
Todo eso cambió cuando conoció a Ava y Swift Havilland, una pareja de filántropos ricos y carismáticos, locamente enamorados y grandes defensores de los animales. Los Havilland se convirtieron rápidamente en el centro de la existencia de Helen, que no solo comenzó a trabajar para ellos sino que se sumó a su círculo de amistades: vestía la ropa que Ava desechaba, entretenía a la pareja con sus anécdotas de citas desastrosas, catalogaba su colección de arte y compartía con ellos comidas y secretos cada vez más íntimos.
Entonces conoció a Elliot, un contador de vida apacible y rutinaria al que los Havilland tacharon de aburrido. Pese a que empezaba a enamorarse de él, la desaprobación de sus amigos hizo dudar a Helen de sus sentimientos. Tenía muy presente lo que los Havilland habían hecho por ella y su hijo. Ollie había caído bajo el embrujo de Swift: el niño solitario idolatraba a aquel hombre colosal que lo trataba como a un hijo. Y Swift le había prometido a Helen los servicios de su abogado para ayudarla a recuperar la custodia del niño. Entonces sobrevino la tragedia: Ollie presenció un accidente de consecuencias devastadoras en la casa que los Havilland tenían en el lago Tahoe. Ahora, Helen y él habrían de pagar por la generosidad de sus nuevos amigos. O arriesgarse a asumir las consecuencias.